Sabemos que hasta las mentes más lúcidas pueden extraviarse. Que el prestigio de la inteligencia puede amparar las ideas más obtusas. Que el argumento de autoridad se utiliza con frecuencia para ahorrarse el esfuerzo de pensar.

Hace unos días, Carlos Jiménez Villarejo escribió en este medio un artículo en el que muchísimos lectores parecen haber encontrado la expresión de sus ideas e inquietudes sobre el actual proceso secesionista catalán. El diagnóstico tenía el mérito de ponerle palabras justas a hechos que otros califican con torpes eufemismos. El golpe de Estado secesionista, titulaba su artículo. Después de tan clara afirmación yo esperaba un análisis en el que el autor nos explicara en qué consiste un golpe de Estado y cuáles debieran ser sus consecuencias inmediatas. Para mi sorpresa, nada de esto aparece en su artículo.

Resulta inquietante que, después de afirmar que se trata de un “alzamiento antidemocrático contra el Estado constitucional”, que “carece de toda legitimidad democrática”, y que le “da miedo el desafío de JxSí y la CUP”, Jiménez Villarejo se vaya por los cerros del Pirineo para proponernos como gran solución, después de un indignado “¡Ya basta!”, lo siguiente:

“Exigimos el cese de este proceso fraudulento y solicitamos a la ciudadanía y a las instituciones catalanas la lealtad a los trabajadores de España, que sufren, en todo caso, iguales o peores privaciones que los trabajadores catalanes. Y exigimos especialmente la lealtad institucional (…) hacia la democracia española, de la que forman parte y de la que se benefician, sin perjuicio de una renovación profunda. Pero, sobre todo, lealtad a los pueblos de España en un Estado, por supuesto, de naciones y regiones libres y plenamente reconocidas”.

Esto sí que es un fraude intelectual y político. Ante un golpe de Estado lo que nos propone es exigir “el cese” del golpe y solicitar “a las instituciones catalanas la lealtad a los trabajadores de España” y “hacia la democracia española”. ¡Oiga, Tejero, aquí la ciudadanía: que le exigimos el cese del golpe y lealtad hacia la democracia española, pero sobre todo “lealtad a los pueblos de España” porque somos “un Estado de naciones y regiones libres”!

¡Qué esquizofrenia! Por un lado, se denuncia lo más grave que le puede pasar a una democracia y, por otro, no se tiene otra respuesta que apelar a aquellos argumentos que son precisamente los que esgrimen los golpistas para justificar su acción. Si estamos en un Estado de naciones libres, ¿a qué viene impedir que seamos consecuentes y nos proclamemos una nación libre e independiente? Sí, pero eso solo lo podréis hacer cuando seamos un Estado federal, les dice Villarejo. No se cuestiona el derecho unilateral a ser una nación independiente, sino que ese derecho se haga ahora efectivo. ¿Y quién es usted para decirme a mí cuándo tengo que ejercer ese derecho? ¡Que somos mayoría en el Parlament!

Eso de que somos un “Estado de naciones libres” es una afirmación basada en una entelequia y un imposible

Es tan endeble la argumentación que resulta inexplicable su aceptación por parte de la izquierda oficial y oficialista del PSOE y de Podemos, una izquierda cada día más descarriada. Que la expresión “los pueblos de España” no tiene ninguna validez y aplicación jurídica contraria al único sujeto de la soberanía, “el pueblo español”, es algo que el jurista Villarejo debe saber y no poner en duda. Que precisamente por eso el golpe secesionista es una acción violenta y de fuerza contra el pueblo español, la democracia y el Estado de derecho, aunque no se hayan usado las armas físicas. Que eso de que somos un “Estado de naciones libres” es una afirmación basada en una entelequia y un imposible. Que, en cambio, no hay democracia que pueda mantenerse si acepta un golpe de Estado que la destruya, eso sí que es un hecho incuestionable. Porque si no aplica aquellas medidas que la propia Constitución le exige, esa democracia irremediablemente se autodestruye.

No es una crónica anunciada, sino una muerte ya iniciada, y lo peor es comprobar que mentes inteligentes como la de Villarejo contribuyen a ello con argumentos sacados de la más rancia ideología. Vean si no, en la cita comentada, cómo distingue entre “trabajadores de España” y “trabajadores catalanes”. Ni siquiera la apelación a “los trabajadores” le sirve para cuestionar el carácter reaccionario del proyecto nacional-independentista, tan contrario a los intereses y la unidad de los trabajadores.

Pero entre todos los sofismas a los que apela, hay uno que me ha llamado la atención. Vean cómo retuerce la Constitución para asegurar que en ella se acepta la “condición de nación de Cataluña” y el País Vasco: 

“Nadie pone en duda la condición de la nación de Cataluña, ni la Constitución de 1978, que, a pesar de sus precauciones y resistencias, la reconoce implícitamente en la disposición transitoria segunda cuando se refiere a "los territorios que en el pasado habían sometido a plebiscito proyectos de estatuto de autonomía", entre los que solo figuran el País Vasco y Cataluña”.

Pues no, por más que uno quiera leer entre líneas está claro que la Constitución no pasa del genérico e indefinible término de “nacionalidad”, y más si nos basamos, precisamente, en los Estatutos del 36.

¿Para qué sirve apelar a “todos los pueblos de España”, si no es para camuflar el derecho del “pueblo catalán” a su independencia?

Pero seamos honestos. Villarejo no es partidario de la independencia de Cataluña ni de ningún otro pueblo de España. Lo sabemos, y creo que siempre se opondrá a cualquier proceso que se salte la Constitución, y más si se lleva a cabo mediante un golpe de Estado como el que denuncia. Pero lo que me inquieta (y en consecuencia, me indigna) es que no sea coherente y consecuente con estos principios, que desvirtúa haciendo concesiones ideológicas a la galería podemos socialista. ¿A qué viene, si no es para halagar algunos oídos, citar a Pi i Margall, cuyo catalanismo federalista no nos sirve hoy para nada? ¿Dónde vamos con eso de “unir nuestro linaje en un todo orgánico?” ¿Para qué sirve apelar retóricamente a “todos los pueblos de España”, si no es para camuflar con una supuesta e imposible igualdad, el derecho del “pueblo catalán” a su independencia? ¿Qué significa en la práctica reconocer y apoyar el derecho de Cataluña a disfrutar de un régimen “mucho más amplio en cuanto a sus competencias, y en la exclusividad la mayoría de ellas?”

Sí, lo que nos propone es la tercera vía federal, algo tan imposible y contradictorio como añadir un tercer rail a la vía para que el tren no descarrile o los viajeros se sientan más cómodos. Hoy España es más que federal (basta compararnos con Alemania); el tren autonómico, no es que se haya pasado muchos pueblos, es que se ha pasado al federalismo por el arco de triunfo de la Constitución, interpretándola como le ha dado la gana. No, no hay margen, no hay espacio, no hay salida ni apaño ferroviario. No es la hora de los ingenieros de caminos.

Tampoco hay golpes de Estado pacíficos. Otra cosa es que, si no encuentran resistencia, se impongan sin necesidad de recurrir a la violencia física

No hay que engañarse ni engañar más a los ciudadanos. Un golpe de Estado no se para con el “buenismo antropológico” o el progresismo de salón, que no es otra cosa que claudicación, cinismo y desprecio a los intereses y derechos de la mayoría. En un Estado democrático no hay golpes de Estado buenos ni justificables. Tampoco hay golpes de Estado pacíficos. Otra cosa es que, si no encuentran resistencia, se impongan sin necesidad de recurrir a la violencia física. Es el sueño del nacionalismo catalán: ganar la guerra sin un solo muerto, resucitando solo a los héroes antiguos, apropiándose de la bandera de la democracia y obligando al otro a disparar primero. Pero la democracia tiene suficiente fuerza coercitiva para imponer su ley sin necesidad de disparar un solo tiro.

Para esto, sin embargo, hay que actuar, hay que atreverse a actuar con determinación y convicción democrática. Recurriendo a la ley, pero también al pensamiento, a la inteligencia, a la persuasión de la razón y la claridad de las palabras. Apropiándose del espacio simbólico de las ideas y estableciendo una hegemonía intelectual y moral. Todo eso a lo que los intelectuales demócratas (escritores, periodistas, profesores, jueces y políticos como Jiménez Villarejo) parecen haber renunciado, apoyando ideas trasnochadas que no resisten la crítica más elemental, como esta solemne declaración, tan enfática como inconsistente, del propio Villarejo:     

“Yo soy uno de la mayoría de catalanes que luchan por un pueblo de Cataluña en solidaridad con los pueblos de España, empeñado en la construcción de una España justa e igualitaria en el marco de un Estado federal”.

¿Quién ha dicho que la “mayoría” de catalanes luchan por un Estado federal, por “un pueblo de Cataluña en solidaridad con los pueblos de España”? ¿A qué “pueblo de Cataluña” se refiere, al de los independentistas, de los demócratas constitucionalistas, de los trabajadores, o el de los golpistas y corruptos? ¿Y qué pueblos y cuántos  son esos “pueblos de España” con los que Cataluña quiere ser solidaria? ¿Y por qué no hablar de “la mayoría de los españoles”? ¿Nada tienen que decir, ni hacer ni decidir en este entierro?